Desde una de las ventanas
de mi casa se ve una gran avenida, altos edificios la bordean, son inmuebles modernos, sin nada especial, los podemos encontrar en cualquier ciudad actual, dispone de amplias aceras por donde pasan muchas personas, que se cruzan sin mirarse, a ninguna le interesa quienes pasan a su lado, todos parecen llevar prisa.
Por la calzada, los coches cruzan a gran velocidad, solo paran en los semáforos. Es frecuente que algunos conductores no respeten las señales de tráfico, poniendo en peligro a los viandantes. Otras veces, son los peatones los que cruzan por lugares no adecuados, que ponen en riesgo a los automovilistas.
Hace unos días pude ver diferentes formas de comportamientos, que influyen en nuestras relaciones y actitudes de unos hacia otros. Las personas pasan unas junto a otras con rostros inexpresivos, e indiferentes, sin importarles para nada los sucesos ni preocupaciones que las otras protagonizan.
No pierdo la esperanza que algún día nos volvamos más solidarios, y que se recuperen los valores que no han debido desaparecer.
En la calle suceden
las situaciones más imprevistas, que son cotidianas de la vida actual.
Por la acera, veo a unos niños, a sus espaldas llevan unas gruesas bolsas, las supongo repletas de libros, uno de ellos, bajo el brazo, lleva un balón de futbol, de vez en cuando lo bota, otro se lo pide, lo coge, le da una pequeña patadita y se lo pasa a un “niño gordito” que va a su lado, “el gordito” resopla de vez en cuando, debido al peso de la bolsa llena de libros, éste, con tan mala fortuna golpea el balón estrellándolo en el cristal de un escaparate de un comercio de ultramarinos, el cristal salta por los aires, causando un gran revuelo entre los viandantes. El dueño de la tienda sale a la calle asustado por el ruido producido y por el destrozo causado. Al comprobar quienes son los causantes del desaguisado, sale en persecución de los niños, que a su vez habían salido corriendo, al ver las consecuencias de su balonazo.
Los niños corren como “galgos” sorteando a los viandantes. El tendero por fin pudo alcanzar al “gordito”. En su afán de coger al niño, ambos caen al suelo, con tan mala fortuna para el tendero que el niño le cae encima, rompiéndole la nariz y gafas, el niño llora amargamente su mala suerte por ser él y no otro el alcanzado. El hombre gesticula y da grandes voces por las consecuencias que la travesura ha tenido, en su nariz, en sus gafas y en el cristal de su tienda. Algunos curiosos que no saben lo ocurrido, increpan al tendero, por tener “al niño gordito” asido fuertemente de un brazo, y porque les apena ver a un hombre dar voces a un niño. Sin esperar los curiosos a razones, afean la conducta del tendero hacia el niño. El tendero mezcla con los gritos fuertes amenazas. Otros transeúntes terminan por ponerse a favor del ” niño gordito”. Los demás niños logran escapar de la justificada ira del comerciante. El tendero logró saber que “el niño gordito” era el causante de la rotura del cristal y la dirección del padre, para comunicarle la acción de su hijo y que se hiciera responsable de la rotura del escaparate de su tienda. El “niño gordito” logra escapar del tendero y baja la calle dando fuertes gritos, desapareciendo entre la gente.
Más allá, se ve una pareja de enamorados, ambos con pantalones vaqueros muy ajustados. Él, con una larga melena, ella, con una camisa muy corta que deja ver la cintura. Se paran en el centro de la acera, y sin reparar en nada ni nadie, empiezan a besarse con tal fuerza y desesperación, como si fuera el último día de su existencia. Ellos, no se enteran de nada de lo que pasa a su alrededor. Pasado un tiempo emprenden de nuevo su marcha cogidos de la mano.
A la izquierda de los enamorados,
en el tranco de un portal, con la espalda apoyada en la puerta de hierro, hay sentado un mendigo, de larga y descuidada barba, con la mirada fija en el suelo, no ve a nadie, con pies descalzos, cubre su cuerpo con una camisa y un pantalón renegridos, con la mano extendida pide a los viandantes unos céntimos, con los que comprará su ración diaria de vino.
Próximo pasa un Sr, muy repeinado y rasurado, con camisa blanca, corbata, americana y pantalón gris, zapatos lustrosos, seguramente los ha embetunado antes de salir de casa. En una mano un cigarro, de vez en cuando da unas chupadas muy grandes, cuando expulsa el humo su boca parece una chimenea. En la otra mano lleva una gruesa cadena que ata a un perro. Hombre y perro se parecen, los dos son chatos, con los dientes salidos y un poco oscuros. El perro se acerca al tronco de un árbol que hay próximo, se abre de patas traseras y deja caer gran cantidad de excrementos.
Una Srª mayor se acerca al hombre chato. Y le dice: Sr. ¿Este perro es suyo?. El hombre chato responde: Si, Srª.
La Srª le replica: Pues lo que el perro ha dejado también es suyo.
El Sr. chato. insolidario él, mira a la Srª. Se da media vuelta. Y no recoge lo que el perro ha dejado.
Detrás del Sr. chato, una Srª muy gruesa, que casi no puede mover su generosa humanidad, su grosor la fatiga, por lo que tiene que hacer frecuentes paradas en la acera. Gruesa de cara, nariz pequeña. Los ojos casi no se ven por estar tapados por los pómulos. Boca también pequeña. La cabeza arranca directamente de los hombros. Las orejas no se ven por estar cubiertas por un espeso y largo pelo negro. De brazos y manos también gruesos, en los dedos lleva puestas sortijas de escaso valor. Lleva un vestido de color rojo, que resalta aún más su gruesa figura, le cubre todo él, casi hasta los tobillos. Va calzada con unos gruesos zapatos que no le permiten andar con comodidad. De la mano lleva a un niño al que da unos gritos, tan grandes como si acabara de ver al mismo diablo, el niño asustado no deja de llorar al oír las voces que la mujer gorda da. Por el aspecto de la mujer, no parece que sea madre del niño.
La mujer gorda y el niño
desaparecen al doblar la primera travesía que encuentran.
Sentados en un banco que hay en la acera, una pareja de ancianos están sentados hablan muy poco entre ellos, cuando lo hacen es con monosílabos y gestos. El sol se refleja en la brillante calva del hombre, de vez en cuando este pasa la mano por ella, como queriendo alisarse el pelo que no tiene o tal vez por quitarse el calor. Al lado está su mujer, de pelo blanco muy bien peinada como si acabara de salir de la peluquería. De vez en cuando algo dice a su marido señalando algunos de los que pasan. Después de un largo rato de estar sentados se levantan con dificultad, ella se coge del brazo de su marido, y tras unos pocos pasos, se meten en una cafetería, que hay frente al banco donde estaban sentados.
Antes de que los viejecitos se metieran en la cafetería, por delante de ellos cruza una pareja de jóvenes. Ella con una larga cabellera pintada de rojo intenso. La cara se nota que no la ha lavado en varios días, En las cejas y nariz lleva “piercings” de todo tipo. Lleva puesto un vestido largo negro con lunares que le llega hasta los pies. En los brazos lleva unos manguitos de color azul. Su acompañante, lleva ambos lados de la cabeza afeitados, y sobre la frente, luce un empinado penacho de pelo pintado de verde, que apunta hacia el cielo. En la frente, labios y orejas lleva puestos “piercings” de todas formas y colores, En los brazos luce unos tatuajes y gruesas pulseras de cuero, con remaches brillantes. Cubre su cuerpo con una camisa y, sobre ella un chaleco. Sujetando el estrecho pantalón, un ancho cinturón de cuero, con remaches metálicos puntiagudos. Calza unas gruesas y sucias botas que no ha limpiado jamás. El, lleva al cuello un collar, que tiene una argolla, de la que cuelga una cadena, ella la lleva cogida. Ambos, de vez en cuando, alargan la mano hacia los viandantes, para pedirles unas monedas, casi todos se desvían al ver tan disparatada pareja, casi todos se niegan a las peticiones de los dos jóvenes, pocos son los que acceden a dar algo. La singular pareja, cansados de no obtener recompensa a sus peticiones, terminan por marcharse calle arriba, hasta desaparecer por una estrecha calleja.
De pronto, sin saber como, un grupo de viandantes se juntan, gesticulan, algunos corren hacia el comercio más próximo, sacando unas palanganas, se aprecia que llevan en ellas agua, porque con la prisa se le ha derramado, manchando el suelo de la acera, algún otro lleva en la mano una toalla . Los de las palanganas y toalla, se abren paso entre la gente arremolinada. No se puede ver, alguien ha debido sufrir un desmayo, se agachan y parece que se disponen a limpiar a la persona desmayada. Algunos, se observa que protestan, con gestos que parecen decir, que al caído no hay que tocarlo, hasta que llegue la ambulancia, que alguien ha llamado. Ya se oye el fuerte sonido de su sirena. Otros viandantes pasan de largo, con caras inexpresivas, sin interesarse por lo que allí pasa.
Más adelante, una mujer
que por su aspecto aparenta unos tener unos treinta años. De pelo rubio ensortijado, pintada en exceso en ojos y boca. Lleva un ceñido abrigo de piel negra, bastante largo. Calza unas botas de tacón alto, da la sensación que va a caer de bruces en cualquier momento. Del hombro izquierdo cuelga un bolso que hace juego con el abrigo. Cogida por la mano derecha lleva una gran y pesada bolsa, que por la publicidad que lleva impresa se aprecia que viene de compras de unos grandes almacenes que hay próximos, que están de “rebajas”. El peso de la bolsa acentúa más la inestabilidad de la mujer de pelo rubio ensortijado. Después de andar cortos trayectos, hace paradas, para recuperar el aliento y el equilibrio, una vez recuperada, reemprende de nuevo la marcha, en una de esas paradas, se le acerca un hombre se aprecia que cruzan unas palabras, éste le ayuda a llevar la pesada bolsa. Calle abajo la mujer de pelo rubio ensortijado, y el hombre que le ayuda, desaparecen con la pesada bolsa confundidos entre los viandantes.
Por la acera veo un perro callejero, pasa entre la gente, nadie repara en él, del cuello cuelga una larga cuerda muy sucia, que arrastra entre sus patas. Un hombre que se encuentra sentado en el suelo, apoyando la espalda en el tronco de unos de los árboles que hay en los pequeños y descuidados jardines que bordean la acera, con una voz ronca y aguardientosa da un fuerte grito, dirigido al perro, éste se vuelve, conoce el grito de quien le llama, y bajando la cabeza, corre a reunirse con él, cuando está junto al hombre de la voz ronca, lo caricia, y le ordena que se tumbe. Hombre y perro se juntan para darse color de tal forma, que parecen solo uno.
Por delante del hombre del perro. pasa rápido un grupo de muchachos muy jóvenes, en sus caras reflejan toda la alegría de su juventud. La conversación que llevan entre ellos, es oída por los viandantes. A veces se empujan, otras veces se gritan. Todos cruzan la calle corriendo por el primer paso de cebra que encuentran, sin esperar a que cambie la luz roja, aprovechando un instante que no pasan vehículos.
Pegados a la pared de un “super”,
hay dos músicos callejeros, uno toca un viejo violín el otro una guitarra, los dos instrumentos están muy desafinados. Los “instrumentistas”, estan cubiertos de sendas boinas negras “caladas” hasta las orejas, se mueven de forma torpe al compás de las melodías que mal interpretan de forma estridente. El que toca el violín, de vez en cuando, lanza una sonrisa, abriendo un poco la boca dejando ver una destartalada dentadura a aquellos que le dejan una moneda en la desvencijada caja donde guarda el otro la guitarra, cuando terminan de dar su “concierto” callejero. El otro es un poco bizco, es el de la guitarra, cuando toca su instrumento, parece que está mirando a los que pasan, no es así, lo que está haciendo es mirar las cuerdas de la guitarra. Alguna viejecita que pasa con andar cansino, arroja una moneda. La mayoría de los peatones lanzan miradas de reojo envueltas en compasión hacia los dos tristes músicos sin detenerse.
Poco más adelante dos jóvenes, muy elegantes, vestidos con trajes oscuros, llevan un maletín cada uno, fuertemente cogido por la mano derecha, con aire de ejecutivos, cruzan entre la gente sin reparar en nada ni nadie conversando entre ellos.
El semáforo de la calle
en ocasiones no es respetado por los automovilistas, unos porque llevan una velocidad excesiva, otros por descuido, o por estar hablando con el compañero que viaja a su lado. Es curioso ver que muchos automovilistas se tocan la nariz y meten sus dedos en ella, con tal “interés y fuerza” como si fueran una barrena, que parece como si quisieran sacarse un ojo por la nariz, cuando lo que se sacan son las “secreciones secas “ que hay en ellas, lanzándolas algunos al exterior del coche.
Más allá hay unos obreros municipales, con su ropa de trabajo, hace más de una semana que llegaron, con unas vallas, herramientas y una máquina. Después de delimitar un trozo de acera, abrieron una zanja haciendo un ruido infernal. De vez en cuando los “trabajadores” desaparecen, dejan herramientas, máquina y vallas, pasadas varias horas vuelven, hablan entre ellos y con algunos de los que pasan todo el tiempo que quieren, y la zanja no se termina ni se tapa. Otros miran con disimulo a los “trabajadores”, Muchos dan un rodeo para no ver, la forma negligente de hacer “su actividad esos trabajadores”. Una obra rutinaria la han convertido en algo molesto e interminable.
Rafael V. Vera Martínez
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